viernes, 2 de septiembre de 2011

Diario de un peregrino

Caminar está bien, hacerlo en el Camino de Santiago aún está mejor, sobre todo si el mismo se realiza sobre las dos piernas.
Mi historia, que seguro es la de tantos otros. Comienza con una mochila mal planificada, eso sí, ajustándome lo máximo posible a las indicaciones de la guía que para tal fin había comprado.
La primera estupidez, cargar con la guía en la mochila con sus doscientos gramos de peso y así con cada una de las cosas estúpidas que fui metiendo en ella con el pretexto famoso de “por si acaso”.
St. Jean Pied de Port
Al final más kilos de los necesarios en la espalda y ahí empezaron los problemas, bueno ahí y en hacer lo que casi todo el mundo hace, pensar que la primera etapa es la última, que esto es una carrera y que cuanto antes se llegue al final de la misma, mejor.  Así que con todos mis kilos a la espalda, empecé la etapa como alma que lleva el diablo.
Al terminar el día, el dolor en pies y piernas ya podía considerarse como notable, sobre todo en los últimos cinco kilómetros, que no estoy seguro no fueran cincuenta porque no se terminaban jamás.
Justo fue en esos cinco últimos kilómetros cuando empecé a hacer un repaso por si podía haber algo en la mochila que sobrara, pero no, aún no estaba lo suficientemente machacado para renunciar a ninguna de mis camisetas, mudas, pantalones, linterna, zapatos de recambio, chándal y cosas varias que había traído. No, para eso había que esperar. Bueno, la espera duró poco. A la mañana siguiente al ir a levantarme de la litera, donde había pasado la noche en compañía de todo un regimiento de roncadores, gente que no para de moverse, personas que cuando hacen la mochila a las cinco de la madrugada siempre tienen que tener una bolsa de plástico para meter un ruido infernal, me encontré que al contrario que Rambo yo si sentía las piernas, más aún, las sentía en cada uno de los músculos que las componen. Dios, que dolor, estaban acartonadas. Más si hubiera sido solo eso, no habría sido para tanto. Lo malo es que a las piernas se sumaban los pies, con dos estupendas ampollas, una en cada pie para que no tengan envidia uno del otro y la espalda que para terminar de ponerme recto tuve que hacer un gesto como de “me estiro pero con cuidado, no vaya a romperse algo”.
Bueno, esto es el Camino, pensé ingenuo de mí y nuevamente salí a una nueva etapa. Los bríos que tuve el primer día ya habían desaparecido y con ellos la velocidad al caminar. Había pasado de ser un fórmula 1 a un carro de bueyes, allí me pasaba todo el mundo, normal, si más que caminar me estaba arrastrando.
Decía al principio que caminar está bien y en el Camino de Santiago aún mejor si se hace sobre las dos piernas y lo digo porque a raíz de tener las primeras ampollas, empecé a pisar mal intentando evitar apoyar el pie en el suelo justo donde coincidía con la ampolla, una nueva mala decisión. Al ir apoyando mal el pie, empecé a sentir un fuerte dolor en las tibias, la tendinitis, si es que ya no me falta nada.
Envidia, si envidia fue lo que tuve al ver que me pasaban los grupos con sus mochilitas súper reducidas mientras que un coche de apoyo les transportaba el equipaje y “encima iban limpios” y seguramente habrían dormido. Pero no, yo no, yo había decidido que Mi Camino era otro, el mío era el de llevar mi propio peso y sufrir. Coño que si sufrí y lo que quedaba por venir.

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